La tarde, nublada y gris, invitaba a refugiarse en algún lugar cálido. Más aún teniendo en cuenta que la actividad del Campeonato Panamericano de Karting ya había finzalizado hacía rato, y no se preveía que continuara ese día. La carrera era, sin dudas, el gran evento kartístico del año 2002: los mejores pilotos locales tenían la chance de medirse, principalmente, con sus pares brasileños, al igual que los preparadores y fabricantes; en tanto la organización tenía una buena chance de dejar bien parado al país en pos de futuras reuniones. Volviendo al atardecer mencionado, ya casi había finalizado todo. Aún restaba una competencia, la de la divisional Comer 100, especialidad que oficiaba de partenaire del importante certamen. El bouffet del Kartódromo Argentino y un café caliente eran demasiada tentación, sobre todo después de una jornada laboral que había comenzado temprano a la mañana. Sin embargo, la pasión es más fuerte, por lo que entre ambas elecciones se impuso con buen margen la opción de ver a esos entusiastas muchachos de Comer, sin tanta prensa y con mucho menos en juego que un Campeonato Panamericano. Ahora, analizando a la distancia el hecho, no caben dudas que esa decisión de permanecer a la intemperie veinte minutos más nació por la avidez de observar un buen espectáculo, con roces, lucha y sin ese acartonamiento lógico que tiene una competencia más profesional, donde las presiones y compromisos son muy diferentes y hacen mella en lo que dictan los corazones. Y el instinto no falló...
15-16 karts en grilla de partida. La única persona en la tribuna además de quien suscribe, una mujer joven, sufriendo el frió tanto o más que yo. Nos miramos y el gesto fue calcado: las cejas levantadas y las manos hacia sus costados, justificando la presencia y, a la vez, confirmando que nos sería imposible estar en otro lugar mientras se desarrollaba esa carrera. El kart que partía primero tiene problemas en la vuelta previa. Se para, negándose a arrancar de nuevo. Los intentos se suceden cada vez con más velocidad y nerviosismo, pero el motor no responde a los estímulos. El resto ya va llegando al sector de partida. Se larga la prueba, y al mismo tiempo el kart enmudecido da señales de vida. Arranca, y el piloto sale vertiginosamente, creyendo que se podía revertir la situación. Desde esa grada solitaria parecía que eso no era posible, pro a fuerza de rendimiento y manejo el avezado conductor alcanzó primero a sus rivales, para después ir superándolos uno a uno, sin apurarse, con aplomo y vehemencia a la vez, aprovechando cada centímetro de la pista y de su máquina, sin el más mínimo error o exceso a pesar de haber tenido que asimilar una gran desazón. La chica en la tribuna se emocionaba con cada sobrepaso, hasta que comenzó a exteriorizar su felicidad a puro grito y aliento, contagiándome ese sentimiento a mi. Leandro Héctor Fernández ganó la carrera, la mejor de su campaña de campeón 2002 de la Comer y, seguramente, de su vida. Sin demasiados testigos, sin la parafernalia del Panamericano, sin los fotógrafos ni la televisión, sin muchos aplausos. No salió en las revistas semanales, ni se habló de él en la radio. No se llevó más que el premio que entregaba su categoría, la “telonera” del gran “circo”. Pero, para quienes lo vieron, dio clase de entrega, corazón y manejo, cosas que en el Panamericano no abundaron.
El canje del café caliente por la carrera que faltaba desarrollarse en pista fue uno de mis mejores negocios. Hacía frío, si. No me hizo bien, obvio. Al día siguiente no pude concurrir a cubrir la jornada final del evento, con las lógicas consecuencias que eso me trajo. Poco me importó todo. En definitiva, lo mejor del fin de semana lo había visto. Y con eso tenía suficiente para contar.
lunes, 4 de mayo de 2009
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