miércoles, 11 de marzo de 2009

El camino de la grandeza

En el fondo del taller paterno había un pequeño terreno, de nivel más alto que el resto del piso. Los pequeños Oscar y Juan esperaban ansiosos las horas de inactividad del recinto para colocar dos tablones, por donde subían con mucho esfuerzo algún auto presto a ser reparado para luego sentarse en el y deslizarse hacia abajo, conformando una especie de tobogán como el que sirve de entretenimiento a cualquier niño en una plaza. Claro que, como no podía ser de otra manera, el taller era la plaza de estos inquietos chicos...Pocos años más tarde, un Chevrolet 4 cilindros fue su juguete: lo entraban y sacaban del taller, pero siempre dando alguna vueltita manzana. Oscar conducía, Juan era copiloto. Cuando la velocidad se incrementó, un Ford T le mostró a la dupla los límites luego de doblar demasiado rápido en una esquina: circuló en dos ruedas, para después estabilizarse merced a la ya manifestada sensibilidad de Oscar. Así pasaban sus días los pequeños Gálvez, mientras ya era manifiesto el sueño de llevar sus travesuras al volante a los caminos del país. Eso los diferenciaba de Marcelino, Alejandro y Roberto, los otros hermanos que, si bien evidenciaban pasión por los autos, no la hacían extensiva a la experimentación conduciendo los mismos. Esa arista cada vez los diferenciaba más de los atrevidos Oscar y Juan, quienes siempre se las arreglaban para “dar la nota”, como cuando iban a la escuela con las manos engrasadas de exprofeso para generar que el docente los enviara de nuevo a su casa. La idea tenía un solo fin, y era poder estar nuevamente en su hábitat, dándole rienda suelta a esa pasión enorme que los llevaría lejos, muy lejos...
Ya adolescentes, los inseparables Oscar y Juan rentaron una casa al padre de Ernesto Petrini, piloto de la época. Petrini se cansó de reclamar alquileres impagos, encontrándose siempre con alguna salida cómica de la dupla que serenaba los ánimos, como cuando la dupla le cantó una serenata en medio de la noche y golpeando latas y baldes para acompañar su canto..Luego fue una tía la cómplice de los primeros intentos deportivos, albergando a los chicos en su casa. Juan era menor y no podía competir, pero igualmente acompañaba a su hermano.
En las Mil Millas de 1937, fueron cuartos. Y papá Gálvez descubrió que el pequeño era copiloto cuando lo vio bajarse del Ford : “¡Vos ibas con Tito!”, manifestó entre enojado y sorprendido. Juan había utilizado un seudónimo para no ser identificado, “Cito”, y para su familia era parte del grupo de auxilio...Ante la pregunta de los periodistas relacionada a cómo y cuándo habían aprendido los jóvenes a conducir, la respuesta era idéntica en ambos: “No lo recuerdo”. Y era absolutamente cierta. Puede decirse, sin temor a exagerar o tergiversar la historia, que tanto Oscar como Juan se familiarizaron con un volante no mucho tiempo después de dar sus primeros pasos. Juan era debilidad de aquella tía y de su madre. Goloso al extremo, solía raspar la budinera cuando el postre se terminaba, y ese gusto por lo dulce condecía con su personalidad, a través de la cual derrochaba dulzura.
La dupla fue inseparable en todo sentido hasta el inicio de su juventud. Luego, comenzaron a transitar caminos diferentes en la faz deportiva. Y si bien siempre fueron solidarios uno con otro en caso de estar alguno en problemas, disputaban posiciones como cualquier par de rivales. En una entrevista, Ricardo Lorenzo “Borocotó”, encumbrado periodista de la época, osó preguntar el por qué de esa actitud competitiva entre ellos. Las dos respuestas fueron idénticas, calcadas: “Porque esto es deporte, de actuar en conjunto no lo sería”. Con esa filosofía de vida se llevaron las coronas de Turismo Carretera de 1947, 1948, 1950, 1951, 1952, 1953, 1954, 1955, 1956, 1957, 1958 y 1961. 9 para Juan, el resto para Oscar. Ese muchacho respetuoso, introvertido y dulce con su gente se convirtió en el hombre a batir en todo el continente americano, afirmación que tiene como sustento un hecho poco conocido en la campaña de Juan. En el ’57, el Automóvel Clube do Rio Grande do Sul , Brasil, incorporó en una de sus competencias a pilotos argentinos, dada la similitud en el tipo de vehículos utilizados en el país vecino para las competencias de carretera con los que participaban del TC en Argentina. En la VIII Vuelta de Pedra Redonda, disputada en la ciudad de Porto Alegre, tomaron parte Juan y Felix Alberto Peduzzi, este último con Chevrolet. Juan ganó sin oposición con su Ford, batiendo a los pilotos que conocían bien el terreno.Nacido el 14 de Febrero, podría decirse que el “Dia de los Enamorados” surgió merced al idilio del piloto con el camino, la velocidad, la victoria. Con 9 coronas, Juancito podría haberse retirado de las carreras con honores. Sin embargo, esa pasión extrema lo empujaba a buscar más, a mantener su reinado. Otra pareja de hermanos, Dante y Torcuato Emiliozzi, amenazaban seriamente la hegemonía de los Gálvez. Nacidos en Floresta pero radicados en Olavarría, contaban con un Ford velocísimo que les permitió destronar a Oscar en 1962, por lo que el “duelo” estaba planteado para el 63. ¿Que los Galvez debían decir basta e irse por la puerta grande, llenos de gloria? Seguramente. Pero para ellos, eso no era deportivo. Y respetaban y enaltecían al TC como deporte, como forma de vida. Aceptaron el desafío de los Emiliozzi, que comenzaron ganando las 10 primeras carreras...La fecha siguiente era en Olavarría, nada menos. Juan pasó por el negocio de su hermano y le enseñó un juego de bielas con los que, según el, podría alcanzar la velocidad de sus rivales. Oscar, visionario, le pidió que deje pasar la carrera, que vuelva en la siguiente, que sería muy difícil ganarles allí. Como no podía ser de otra manera, Juan fue. Venía ganando, confirmando las bondades de esas bielas y su extrema valentía. Juan no tenia miedo a ningún rival, a ninguna ruta. Su único temor era al fuego. Un tiempo atrás, mientras alistaba su auto para ir a correr la Vuelta de Rojas, un colaborador sufrió un accidente y hubo un principio de incendio. En su afán por apagar el siniestro con un extinguidor, Juan sufrió quemaduras en manos, rostro y cabello. A partir de ahí, su aprensión a las llamas se intensificó. Corría sin trabas en las puertas, ni cinturón de seguridad colocado, desoyendo a todos los que lo querían bien y casi le imploraban que utilizase esos elementos. Su razón era contundente: “Un auto volcado es una bomba de tiempo. Prefiero morir golpeado que quemado”...3 de Marzo del 63.Camino de los Chilenos, en Olavarría. Primero, batiendo a los Emiliozzi en su casa. La caja de velocidades del Ford no responde. A unos 180 km/h, trató de colocar la segunda, pero algo pasó y no entró. Insistió un par de veces más con idéntico resultado, y entonces optó por poner de vuelta la tercera. Pero el auto quedó entonces muerto, sin la potencia necesaria para poder salir de la curva. Esto, más el barro que había, hizo que el coche se desplazara de adelante hacia el lado opuesto, con la dirección dobalada. Juan enderezó el volante para que el coche saltara la zanja, pero se clavó la rueda delantera izquierda y empezó a dar vueltas. Un estanciero que con estaba ahí con su hija contó que el auto dió 5 ó 6 vueltas, y que en la primera de ellas se levantó unos 5 metros del piso. El piloto quedó inconsciente a dos metros del auto, mientras que el acompañante, Raúl Cottet, a unos 15 . Juan agonizaba, Cottet estaba fuera de peligro. De haber tenido trabas y cinturón, el incidente no habría pasado a mayores. Pero significó la muerte, a los 47 años, del más grande del automovilismo. “Un Gálvez no puede morir en el camino”, manifestó Oscar entre sollozos. Un país lloró al gran campeón y al ser humano ejemplar. Mucha gente lo despidió en el Cementerio de la Chacarita. Mucho se lo extrañó en cada carrera. Un año después, en 1964, Oscar dijo basta. La “Era Gálvez” llegaba a su fin, aunque su legado sería eterno, inalcanzable, único e irrepetible. El periodista “Borocotó” era amigo de Juan y Oscar, y mucho le dolió el deceso del hermano menor. En una entrevista con el propio Juan Manuel Fangio, buscó en el “Quíntuple” alguna explicación lógica: “Juan ¿Por que tengo que hacer tantas crónicas de pilotos muertos, y ninguna de un ajedrecista que tenga un accidente”? Fangio lo miró, y entendió que la rara requisitoria tenía más que ver con un tema personal que periodístico del cronista, por lo que fue breve pero claro, muy claro: “Porque hay gente que nace para el ajedrez, y gente que nace para correr y arriesgar su vida”. Y Juan nació para correr, como ningún otro piloto en la historia del automovilismo mundial.

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