Carlos Reutemann concretó, en 1976, el sueño de toda la argentina fierrera: correr con Ferrari en la Fórmula 1. Su debut en el Cavallino coincidió con la reaparición de Niki Lauda luego de su accidente en Nurburgring, y en 1977 ambos conformaron un verdadero equipo de los sueños. El austríaco opacó totalmente al argentino –que logró vencer en Brasil - y fue campeón en ese año, pero luego emigró a Brabham dejando a “Lole” como puntal de la escuadra italiana, acompañado por un novato que venía pisando fuerte, Gilles Villeneuve. Así, el 78 se presentó como una buena chance para el santafesino, que la aprovechó más que bien más allá de la supremacía del Lotus 79, modelo pergeñado por Colin Chapman que dio el puntapié inicial en lo que a efecto suelo se refiere.
Reutemann repitió victoria en Brasil y se impuso en Long Beach, siendo el más acérrimo rival de Mario Andretti y el malogrado Ronnie Peterson, la dupla de Lotus. Llegó el GP de Inglaterra, décima cita anual en el trazado de Brands Hatch. Ferrari no atravesaba su mejor momento con el modelo 312 T3: venía de lograr las posiciones 10 y 18 en Suecia y Francia, y tanto en entrenamientos como en clasificación se había confirmado la floja prestación del auto. Carlos largó 8º, y poco se esperaba que haga desde allí, aunque su enorme capacidad como tester y una jornada altamente inspirada le permitieron ofrecer su mjor puesta en escena en la máxima categoría.
Los Lotus comenzaron mandando con el orden Peterson-Andretti, peor prontamente el sumiso sueco le dejaba su lugar al ítalo-americano. Prontamente, el motor de Peterson sucumbía, quedando solo el auto negro de Andretti, quien ya ostentaba una diferencia tranquilizadora. Reutemann avanzaba. En el primer giro era séptimo, sexto en la séptima vuelta, y a partir del lapso 24 sexto. Más tarde, Alan Jones dejaba la carrera y permitía que la imagen de la Ferari se acrecentara aún más: cuarto. Más tarde, la sorpresa general. El Cosworth de Mario tampoco aguantaba el esfuerzo, por lo que el team inglés quedaba con las manos vacías “en casa”. La carrera se abría en cuanto a sus postulantes. Lauda se colocaba en la cima con el Brabham-Alfa, detrás suyo marchaba su ex coequiper, que no significaba una amenaza a primera vista. Empero, Reutemann omenzó a limar diferencias giro a giro. En la vuelta 55, la brecha era de 1s37, y faltaban aún 21 rondas; en tanto que 3 vueltas después la lucha ya era auto a auto. Lauda era un hueso difícil de roer, y el argentino lo sabía. Cualquier mínimo desliz debía ser aprovechado, aunque también era historia conocida que el austríaco no era de equivocarse. De repente, aparece en escena el McLaren M26 de Bruno Giacomelli, delante de los dos líderes. Niki eligió rebasarlo por fuera, creyendo que el italiano se mantendría ceñido a la cuerda; Reutemann se jugó por dentro, apostando a que Bruno se correría temerosamente al verlo por su espejo izquierdo, el primero que se observa. Brillante elección. Lauda debió levantar para no chocar al Mclaren, mientras la 312 T3 comenzaba a escribir su historia en la punta del GP. El puño derecho de quien era puntero se agitó nerviosamente contra el rezagado, que sólo atinaba a preguntarse por qué no estaba en otro lugar en aquel momento.
Reutemann, desde el octavo puesto, alcanzaba su mejor victoria en F1. Doblegando al “Rey” de aquel año, que ostentaba su corona no sólo por ser campeón, sino por talento y por haber vuelto de la muerte un año atrás. Lauda no podía ocultar su bronca al terminar la carrera. Igualmente, tal cual un caballero, se acercó a Carlos y le extendió su mano en señal de felicitación. El mismo sabía que superarlo era difícil, y que para lograrlo había que estar bien despierto. Y ese día “Lole” estuvo brillante, emotivo y único para aprovechar esa chance que un rezagado le dio para ganar y que duró pocos segundos, suficientes para alguien talentoso cuando persigue un objetivo.
miércoles, 11 de marzo de 2009
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